Una pausa.
Sólo hace falta una pausa.
De la monotonía, del dolor; de la tristeza, de la apatía. Una pequeña pausa, una conversación que hace que el tiempo vuele, un cruce de miradas inesperado, un abrazo demasiado esperado… A veces es solo un segundo, a veces ese segundo dura horas. Pero es en ese momento en el que te das cuenta de que algo estaba fallando en tu vida. De que algo estaba tremendamente mal, disfrazado de rutina cuando en realidad era desgana. Con una máscara de conformismo, y bajo ella la cara del verdadero aburrimiento. Un aburrimiento vital. ¿Acaso sabías a donde querías llegar o te habías dedicado simplemente a andar, a seguir hacia ninguna parte, pero en movimiento?
Sólo hace falta una pausa.
De la monotonía, del dolor; de la tristeza, de la apatía. Una pequeña pausa, una conversación que hace que el tiempo vuele, un cruce de miradas inesperado, un abrazo demasiado esperado… A veces es solo un segundo, a veces ese segundo dura horas. Pero es en ese momento en el que te das cuenta de que algo estaba fallando en tu vida. De que algo estaba tremendamente mal, disfrazado de rutina cuando en realidad era desgana. Con una máscara de conformismo, y bajo ella la cara del verdadero aburrimiento. Un aburrimiento vital. ¿Acaso sabías a donde querías llegar o te habías dedicado simplemente a andar, a seguir hacia ninguna parte, pero en movimiento?
A veces no es más que un flash, tan rápido que
te planteas si ha sucedido de verdad o es tu cerebro gastándote una broma de
mal gusto. Como un rayo que rasga el cielo. ¿Lo has visto de verdad? No. Seguro
que era solo un reflejo de algún coche en tu ventana. Y de repente el trueno. De repente tu estómago se
encoge. ¿Es miedo? Puede. Pero, ¿acaso hay algo que verdaderamente valga la
pena y que no de miedo? Lo dudo muchísimo.
Pero sabes, a veces el trueno tarda demasiado en aparecer. A veces no aparece nunca. Y te quedas escuchando el silencio. Un silencio que asfixia, que aprieta, que araña lo más profundo de tu ser. Como un naufrago a la deriva que cree vislumbrar un barco pesquero.
Aunque en ocasiones , y esas son las veces que importan, el trueno rompe el cielo, la noche, el silencio y tus esquemas. Da la vuelta a todo lo que creías saber. A tus certezas inciertas. A veces estalla como una bomba de pintura en tu día gris. En tu semana gris. En tu vida gris. Y ese mismo rayo es el culpable de cegarte. De repente no ves nada. No entiendes nada. “¿Qué está pasando? Yo no pedí esto. Devolvedme al gris. El gris es seguro. No quiero estar perdida.” Pero ya es tarde. Tus ojos se han manchado de matices, de texturas y de todo el puto arcoíris. Y no hay nada que puedas hacer para evitarlo. A veces pasa, sin más. Y no voy a soltar gilipolleces del calibre de que los pájaros cantan, las nubes se vuelven de algodón y aparece un puto unicornio. No. El mundo sigue siendo el mismo que hace un momento… para todos. Menos para ti. Y no es malo. ¿Cómo podría serlo? No hay nada de malo en los colores. En las luces. En ese vuelco que te da el estómago. ¿O si? ¿Acaso la luz no es capaz de cegar? ¿Acaso los colores no sirven a veces para tapar los fallos? Coño, también hay colores más oscuros. Y capas, madre mía que si hay capas. Los seres humanos somos lo más parecido a las cebollas. Pero claro. Tú acabas de ver un rayo. Como que te vas a poner a mirar los detalles. Pues no. Todo te parece nuevo. Todo es maravilloso. Joder, está todo lleno de luz y colores. De cosas que no sabías, de canciones que nunca habías escuchado y chistes de los que jamás te habías reído. ¿Por qué no continuar por este camino? Sé lo que dejo atrás, pero desde el espejo retrovisor solo veo tonos de gris y flores mustias. Que coño, peor no puede ser. En marcha.
Pero sabes, a veces el trueno tarda demasiado en aparecer. A veces no aparece nunca. Y te quedas escuchando el silencio. Un silencio que asfixia, que aprieta, que araña lo más profundo de tu ser. Como un naufrago a la deriva que cree vislumbrar un barco pesquero.
Aunque en ocasiones , y esas son las veces que importan, el trueno rompe el cielo, la noche, el silencio y tus esquemas. Da la vuelta a todo lo que creías saber. A tus certezas inciertas. A veces estalla como una bomba de pintura en tu día gris. En tu semana gris. En tu vida gris. Y ese mismo rayo es el culpable de cegarte. De repente no ves nada. No entiendes nada. “¿Qué está pasando? Yo no pedí esto. Devolvedme al gris. El gris es seguro. No quiero estar perdida.” Pero ya es tarde. Tus ojos se han manchado de matices, de texturas y de todo el puto arcoíris. Y no hay nada que puedas hacer para evitarlo. A veces pasa, sin más. Y no voy a soltar gilipolleces del calibre de que los pájaros cantan, las nubes se vuelven de algodón y aparece un puto unicornio. No. El mundo sigue siendo el mismo que hace un momento… para todos. Menos para ti. Y no es malo. ¿Cómo podría serlo? No hay nada de malo en los colores. En las luces. En ese vuelco que te da el estómago. ¿O si? ¿Acaso la luz no es capaz de cegar? ¿Acaso los colores no sirven a veces para tapar los fallos? Coño, también hay colores más oscuros. Y capas, madre mía que si hay capas. Los seres humanos somos lo más parecido a las cebollas. Pero claro. Tú acabas de ver un rayo. Como que te vas a poner a mirar los detalles. Pues no. Todo te parece nuevo. Todo es maravilloso. Joder, está todo lleno de luz y colores. De cosas que no sabías, de canciones que nunca habías escuchado y chistes de los que jamás te habías reído. ¿Por qué no continuar por este camino? Sé lo que dejo atrás, pero desde el espejo retrovisor solo veo tonos de gris y flores mustias. Que coño, peor no puede ser. En marcha.
Y quizá pueda ser
maravilloso. Si. Pero… oh oh. Ahí viene la tormenta. ¿Qué coño esperabas? Era
un puto rayo. ¿Te creías que iba a salir el sol, estúpidx? Y comienza a llover.
Comienza a caer el agua y con las mismas pasan los días. Y algunas capas de ese
mosaico que nos compone a todos comienzan a desdibujarse, se caen trozos de ese
cuadro perfecto que enseñamos al conocernos y comenzamos a vislumbrar las
cicatrices. Los errores del pasado. Las inseguridades, los miedos, las manías. “Oh
mierda, como llueve. Seguro que no le gusta mojarse. Seguro que prefiere estar
seco y a resguardo de la lluvia. Mierda, mierda, mierda. ¿Por qué me metería yo
en este barrizal, con lo segura que estaba en mi ciudad seca y gris?”
Y a veces, es
justo ahí donde todo se va a la mierda. Porque tratamos de mentir, de volver a
ponernos la careta de perfección, de fingir que las cicatrices no están, que
los defectos no son tales y que las inseguridades no existen. Las tratamos como
a extraños y rezamos para que la otra persona no oiga sus pisadas bajo la
lluvia. Y comienzas a cansarte, la goma de la careta te aprieta, el corsé de
perfección te asfixia, estás harta del miedo a que se vaya, harta de la lluvia
y del frío. Dios, este eterno Otoño… Y a veces, puede que más que algunas veces, con
tal de no descubrirnos como somos mantenemos la fachada hasta que el edificio se viene abajo, y claro, la otra persona se harta de esperar bajo la
lluvia, y como vino, se va.
Pero puede pasar que,
después de más de un chaparrón, después de haber caminado entre fango, barro y
charcos; después de haber visto como las personas (esos relámpagos que rajaron
tu cielo alguna vez) se fueron; decides empezar a disfrutar de la lluvia. A
esgrimir tus heridas como estandarte. A decir: “Ésta soy yo. Así es como soy.
No, no soy perfecta. Bueno, ¿qué? ¿Te mojas?”
Y es en ese preciso momento, cuando la lluvia deja de convertirse en una molestia. Así como tu mundo cambió cuando se abrieron paso de golpe en tu vida, tú acabas de volver a evolucionarlo por ti misma. Sueltas la careta, destrozas el disfraz y expones el cuadro abstracto que eres como la mayor obra de arte que has hecho jamás. "Aquí estoy. Y puede que tú no lo hagas, pero yo me acepto. Y me quiero. Y me valoro no por ser perfecta, sino precisamente, por ser un color nuevo, único, imperfecto y especial." Dejas todo ese equipaje de mentiras, inseguridades y miedos en el suelo y levantas la cabeza para no volver a bajarla jamás. Y en ese momento, echas a correr. A saltar sobre los charcos y a bailar bajo la lluvia. Esa lluvia, que si consigues aguantarla, si aprendes a quererla como lo que es; agua que fluye, vida que pasa, tiempo que corre; esa lluvia un día para. Y te das cuenta de que todo ese mundo gris y cenizo, todo ese páramo desierto que era tu vida, ha estallado de vida, de flores y verde, de malas hierbas a veces, y de árboles fuertes como robles.
Y puede que mires a tu lado, que busques ese rayo y ya no esté, que se haya ido. Que estuviera demasiado cómodo con su careta, o que no le gustara tu verdadera cara. Puede que haya echado a correr y a refugiarse de la lluvia. Y está bien. No pasa nada. Mira a tu alrededor. Todo esto, es cosa tuya. Es tu culpa, tu maravillosa culpa. Toda la belleza, la vida, el caos hermoso en el que se ha convertido tu vida, es tu obra, es parte de tu cuadro. Y está bien.
Y puede que cuando amaine la tormenta, notes a alguien agarrándote la mano. Alguien mirando a vuestro alrededor con la misma intensidad que tú. Alguien que, a pesar de la tormenta, se ha quedado a tu lado. Ha sabido entender tu arte abstracto, comprender tus cicatrices y besar tus heridas. Y sí, vendrán terremotos, huracanes, y puede que todo se vaya a la mierda. ¡Y está bien! Es natural. Pero siempre lucharás por cuidar tu jardín, por lucir tus heridas con orgullo, por dar nuevas pinceladas a tu lienzo ya abarrotado de color.
Y es en ese preciso momento, cuando la lluvia deja de convertirse en una molestia. Así como tu mundo cambió cuando se abrieron paso de golpe en tu vida, tú acabas de volver a evolucionarlo por ti misma. Sueltas la careta, destrozas el disfraz y expones el cuadro abstracto que eres como la mayor obra de arte que has hecho jamás. "Aquí estoy. Y puede que tú no lo hagas, pero yo me acepto. Y me quiero. Y me valoro no por ser perfecta, sino precisamente, por ser un color nuevo, único, imperfecto y especial." Dejas todo ese equipaje de mentiras, inseguridades y miedos en el suelo y levantas la cabeza para no volver a bajarla jamás. Y en ese momento, echas a correr. A saltar sobre los charcos y a bailar bajo la lluvia. Esa lluvia, que si consigues aguantarla, si aprendes a quererla como lo que es; agua que fluye, vida que pasa, tiempo que corre; esa lluvia un día para. Y te das cuenta de que todo ese mundo gris y cenizo, todo ese páramo desierto que era tu vida, ha estallado de vida, de flores y verde, de malas hierbas a veces, y de árboles fuertes como robles.
Y puede que mires a tu lado, que busques ese rayo y ya no esté, que se haya ido. Que estuviera demasiado cómodo con su careta, o que no le gustara tu verdadera cara. Puede que haya echado a correr y a refugiarse de la lluvia. Y está bien. No pasa nada. Mira a tu alrededor. Todo esto, es cosa tuya. Es tu culpa, tu maravillosa culpa. Toda la belleza, la vida, el caos hermoso en el que se ha convertido tu vida, es tu obra, es parte de tu cuadro. Y está bien.
Y puede que cuando amaine la tormenta, notes a alguien agarrándote la mano. Alguien mirando a vuestro alrededor con la misma intensidad que tú. Alguien que, a pesar de la tormenta, se ha quedado a tu lado. Ha sabido entender tu arte abstracto, comprender tus cicatrices y besar tus heridas. Y sí, vendrán terremotos, huracanes, y puede que todo se vaya a la mierda. ¡Y está bien! Es natural. Pero siempre lucharás por cuidar tu jardín, por lucir tus heridas con orgullo, por dar nuevas pinceladas a tu lienzo ya abarrotado de color.
Y eso, y solo
eso, es lo importante.
Luchar. Mojarse. Vivir.
Nunca dejes de escribir
ResponderEliminarDejó de vivir?
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